Alex Steinweiss, diseñador norteamericano reconocido como “inventor” del arte de tapa, por su labor a partir de la década del 30 para Columbia Records, dijo que la música hermosa debía ser hermosamente presentada. Claro, el concepto de lo hermoso es muy variado. Y hoy claramente difiera de los principios de Steinweiss. Para algunos, la belleza puede materializarse en las líneas de un encendedor Zippo (Catch-a-Fire, de Bob Marley and The Wailers) o tomar la forma de un hombre en llamas (la foto de Aubrey Powell para Wish You Were Here, de Pink Floyd), dos galgos a la carrera (Parklife, de Blur) o dos chicas cubiertas solo con sangre junto a un enano y un conejo blanco (Drugstore, básicamente la única razón por la que se suele recordar a The Dwarves).
Este libro especial de ROLLING STONE reúne las mejores cien tapas de discos del rock y del pop (en su acepción más amplia, que abarca rap, country, jazz, progresivo, metal, reggae, flamenco, funk, gótico, psicodelia, hardcore y más). Fueron seleccionados y reseñados por periodistas de la edición norteamericana de la revista, como Rob Sheffield, Kory Grow y Andy Greene, entre otras firmas de peso. Hojear estas páginas, igual que dar vueltas sin rumbo por una disquería, es como recorrer un museo sin museología, una exposición loca, en algún punto confusa, incoherente, pero a la vez deslumbrante, tan rica por sus aciertos como por sus “errores”.
Puede ser una operación recurrente, pero esta nómina de “las mejores tapas de la historia” tiene el diferencial de la calidad en los textos que la acompañan, además del cuidado de incorporar artistas y discos actuales, más allá de las habituales vacas sagradas, números fijos en todo ranking para la posteridad. Así es como vamos a encontrarnos con Lil Yachty, en su bote, entre PIL y Grateful Dead, y a Outkast a vuelta de página de The Who (y la hilarante historia detrás de la producción fotográfica para Who’s Next).
Se habla ya desde hace un buen tiempo del “regreso” del vinilo, con un sostenido aumento en las ventas (aparentemente, hasta ahora, que empezó a caer a escala global, según los últimos reportes de la industria). Sin embargo, con gran parte del catálgo de la música universal a disposición de todos de manera rápida, fácil y prácticamente gratuita, ¿cuál es la razón para que en estos años se hayan vendido millones de vinilos, un soporte físico ya dado por muerto hace años? Seguramente no se trata de un motivo sino de varios, pero no parece menor, en este punto, el impacto del arte de tapa en un disco de doce pulgadas. Porque es ese, precisamente, el elemento del LP clásico que la revolución de la música digital todavía no ha sustituido. De hecho, las plataformas de distribución y escucha se han limitado a reproducir a muy pequeña escala el arte de portada tradicional, respetando (innecesariamente) su proporción geométrica, allí donde la tecnología permitiría innovar a gusto.
Los audiófilos debatirán por horas acerca de la superioridad técnica del vinilo por sobre cualquier otro formato, aunque nuevos desarrollos de software y hardware los acorralen cada vez más en sus torres de válvulas y potenciómetros. Sobre lo que no hay mayor espacio para la polémica, en cambio, es que las tapas físicas son un marco imbatible para que el artista apoye, complete o incluso reformule su obra muscial desde lo gráfico. Con la producción de fotos más audaz, con el dibujo de una banana o con un pleno negro cuyo significado desvele a los melómanos por las próximas décadas.